Revela intemperie la noche del hombre.
Con un rostro derivado hacia este vértigo,
sólo un rostro, fluyente entre desiertos y cenizas a la calamidad y
a la locura,
sobre dolor constelado, pues no fecunda cobijo,
y lo demás subterráneo bajo cualquier ansia,
aguardo desde tu éter en duda una consigna.
Ha arreciado el néctar sencillo de seres innacidos en el albergue
yermo,
y hay quien me vincula error tras error
y es infinita renuncia y es únicamente exilio cuando yo lo poseo;
en ocasiones un pálpito impregna mi esencia,
extraviado, fluctúa desde el no,
igual que la sombra del enigma que jamás prevista embalsama mi
espíritu.
Mas ésos no son presagios.
Ni siquiera pulsiones de que lo ausente nos sobrevuele.
¿No serán sino los puntos que prescribe la fuga,
así como el fuego satisface a menudo un horno de vida
anterior al destino,
y cada eclipse regresa a través del barro los aromas escuetos del
tránsito?
¿Y por qué reverberar ahora estos signos de raíz antigua
y todas estas alianzas agrias y ásperas?
Nada permanece al respirar el olor de la intimidad.
Yo nunca añoré la sed de los rayos ebrios,
abismos que se remontan a partir de un vértice, a partir de un
eje,
y que son las espirales de mi existencia.
Pero desde el rostro que se enmascara y acecha con su hoz de
herrumbre
hasta aquel que insospechado y vigilante,
el que quizás bracea contra el misterio en mitad de un agreste
camino
yo exijo una ligera señal,
tan ínfima como el hollín que la vejez recorre a través de las
nubes.
30-septiembre-2015